‘Me
sentí responsable al verlo en aquella esquina…’
En un segundo año en el que los alumnos se destacaban por su diversidad, tanto en sus conocimientos como en sus estilos de vida, se encontraba Darío.
Se presentaba como un alumno extrovertido, en
ocasiones insolente, hasta irrespetuoso en algunas oportunidades. Pero todas
esas cualidades no producían un alejamiento de mí hacia él, sino todo lo
contrario.
Darío siempre quería tener la razón en cada
discusión, en cada debate, en lo que se presentara, él debía tener la última
palabra. Así fue como un día le comentó a la señora directora que ellos tenían
el derecho de poder salir del salón cuando dispongan, porque les correspondía.
Con su postura firme, planteaba que los docentes entraban y salían cuando ellos
querían, ¿por qué los alumnos no? La directora le explicó que principalmente
era por una cuestión de cuidado y, haciendo oídos sordos a sus palabras, pasó
delante de ella y se fue del salón sin ningún permiso.
Junto a un grupo de amigos con características
semejantes a él, en algunas clases se hacía imposible explicar, porque en sus
charlas intercambiaban insultos de todo tipo, cuestiones personales que pasaron
fuera del establecimiento y lo exponían en la clase, frente a todos, para
ridiculizar a algún compañero. Esa minoría de alumnos hacía que el salón se
descontrolara.
Fui de a poco ganándome la confianza de Darío.
Trataba de, en cada oportunidad, hacerle pensar que él podía mejorar, que podía
cambiar ciertas conductas y no ser tan agresivo con cada docente y con sus
propios compañeros.
En una oportunidad, lo encontré en el pasillo
en horario de clases y le pregunté por qué no estaba en el aula. Me respondió
que no iba a entrar a escuchar a “esa vieja”. Los alumnos consideran viejas a
personas que quizás tienen algo más de veinte años, pero en este caso usaba
“vieja” como insulto.
Me quedé con él esperando que llegara mi
horario de entrada al salón y le dije que tenía que escuchar a la profe, porque
de esa manera iba a ir aprendiendo. Él me respondió que estaba enojado porque
su padre lo había abandonado y se sentía rechazado ante esa falta de amor.
Me sorprendí por lo que me contó, pero traté
de que mis gestos no obstaculizaran el diálogo que estábamos logrando llevar a
cabo. Entonces le dije:
—Pero tu mamá siempre estuvo a tu lado y te
crió con valores y mucho cariño.
En un tono enojado y mirándome fijo me
respondió:
—No, profe, mi mamá la pasó mal y yo la vi
sufrir, él nos jodió la vida —sus ojos brillosos me miraban y lo abracé.
Darío ese día soltó toda esa acumulación de
sensaciones que yo atesoré. Entonces entendí sus acciones y traté de
justificarlas.
La escuela intervino ante esta situación, ya
que su conducta no cambiaba y, aún peor, había comenzado a ausentarse del
establecimiento. Su mamá nos demostraba que no podía controlarlo y que no sabía
qué hacer en algunas ocasiones. Ella sentía que lo estaba perdiendo y,
verdaderamente, yo sentía lo mismo.
Ese año quedó libre y repitió, ya que no se
presentó a rendir ninguna de las materias. La escuela le brindaba facilidades
para que no perdiera el ciclo escolar, pero él se había abandonado.
El tiempo fue pasando y perdí rastro de Darío.
Les preguntaba a sus más cercanos y todos me decían lo mismo: “Darío está
perdido”. Me dolía el pecho cuando me lo decían, pero me daba miedo preguntar
por qué, quizás porque en el fondo sabía la respuesta.
Una tarde se celebraba en la plaza cerca de la
escuela una fiesta a la que asistían todos los habitantes de la localidad. Era
la fiesta más importante del año y nadie podía perdérsela.
Caminando por la plaza, observando los puestos
de ventas, vi a lo lejos un chico tambalearse al punto de caerse y fui a
ayudarlo a levantar. Lo miré y mis ojos no podían creerlo, era Darío.
Con su vaso de alcohol en la mano me dijo:
“Profe, que vergüenza que me vea así”. Yo sólo lo mire y lo abracé. Le dije que
siempre iba a ayudarlo, pero tenía que volver a la escuela, siempre iba a estar
esperándolo.
Empecé a comunicarme por teléfono con sus
amigos más cercanos para poder ayudarlo y sacarlo de ese estado. Pero todos me
decían que ya no sabían qué hacer porque las drogas y el alcohol habían
acaparado todo su tiempo.
Esperé al día siguiente para comunicarme con
él por mensaje de texto y le dije: “Me impactó verte así, haría lo que fuera
para que termines el secundario y puedas salir de ese infierno en donde estás
metido”.
Él me respondió: “Profe, perdón, pero no voy a
volver, porque no quiero defraudarla”.
No supe qué responder inmediatamente, pero le
dije que no me pidiera perdón, que yo lo iba a estar esperando siempre.
Y así es, no hay inicio de clases en el que no
lo espere. Hoy Darío ya tiene 20 años y cada vez que me retiro de la escuela
freno en esa maldita esquina en donde él encuentra lo que, quizás, muchos no le
supimos dar. Me siento culpable por eso, y le digo: “Siempre te espero”. Él me
responde siempre de la misma manera, saludándome con su mano, riendo y
asintiendo con la cabeza. Pero aún lo sigo esperando.
Original: PÚBLICADO EN FEBRERO 26, 2021 POR
RUTAEDITORIAL RAMANEGRA, de Una mochila muy pesada. HAZ
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Agradecemos a editorialramanegra@gmail.com y la escritora Natalia Mignaco por su generosidad