Laika, la perra callejera de Moscú, fue lanzada al espacio en 1957 a bordo del Sputnik 2, y según la versión oficial, murió de forma pacífica una semana después, cuando el oxígeno se agotó.
El gobierno soviético aseguró que le habían dado comida envenenada para que no sufriera.
Pero no fue así.
La verdad se supo en 2002, y fue mucho más brutal.
Durante el lanzamiento, una parte del cohete no se separó como debía.
Esto provocó una falla en el sistema de control térmico.
La cápsula —una pequeña esfera metálica— quedó expuesta al sol sin protección.
El calor subió rápido. Demasiado rápido.
El ritmo cardíaco de Laika se disparó.
Estaba aterrorizada.
Y se estaba cociendo viva.
Apenas habían pasado cinco, tal vez siete horas desde el despegue.
Luego, silencio.
La señal se apagó.
Laika murió en soledad, atrapada, en una mezcla de pánico y agonía.
No hubo semana en órbita.
No hubo sueño eterno.
Solo el sacrificio encubierto de una vida que jamás pidió ser pionera.
Fue la primera criatura viva en orbitar la Tierra.
Pero no la primera en volver.
Porque ella nunca regresó.
Hoy, Laika es recordada como heroína.
Pero también como símbolo de lo que estamos dispuestos a hacer…
cuando el progreso se impone al corazón.