Abraham Lincoln cargaba con el peso de una nación desgarrada por la guerra civil, pero en su propio hogar enfrentaba otra batalla silenciosa. Más que generales o senadores, fue su esposa, Mary Todd Lincoln, quien lo desestabilizó profundamente.
Mary sufría lo que entonces se llamaba “depresión maníaca”, hoy conocido como trastorno bipolar. Su vida era un péndulo entre la ternura apasionada y la crueldad más feroz. En sus momentos de euforia, organizaba cenas extravagantes, servía ostras importadas y se entregaba como amante ardiente. En sus crisis, en cambio, humillaba a su esposo en público, lo golpeaba y lo obligaba a dormir en sofás duros o en el suelo.
El contraste era brutal: un hombre de 1,93 metros, fuerte y antiguo luchador, reducido a la obediencia frente a una mujer de 1,57 metros que lo desarmaba con sus arrebatos emocionales. Para los curiosos, Lincoln era la caricatura viva del “marido dominado”. Para él, era una herida íntima que cargaba en silencio.
Los cambios repentinos de Mary Todd lo sorprendían en los momentos más críticos de su presidencia, haciéndolo vivir en un estado constante de incertidumbre. Hubo instantes en que Lincoln consideró seriamente internarla en un asilo. La tragedia familiar agudizó su frágil equilibrio: la muerte de sus hijos fue un golpe devastador que la empujó aún más hacia el abismo de la locura.
Así, el presidente que luchaba por salvar a la Unión no hallaba refugio ni en su propia casa. El hombre que era símbolo de firmeza para todo un país se convertía en prisionero de los tormentos de su esposa. Una paradoja cruel: Lincoln podía sostener una nación en ruinas, pero no podía rescatar la paz en su propio hogar.