El Estadio Metropolitano ya tiene un himno y se canta en cordobés. Apenas tres días después de machacar al Real Madrid, Julián Álvarez montó su propio espectáculo en la Liga de Campeones. El Eintracht Frankfurt fue la víctima propicia de una noche donde el argentino no jugó al fútbol: lo dominó. Con la elegancia de un maestro y la contundencia de un knockout, firmó un gol (de penal, con una vaselina descarada) y regaló dos asistencias para una goleada que supo a declaración de principios.
La función comenzó con una asistencia silenciosa en el córner que derivó en el 2-0, pero fue en el 3-0 donde Julián estampó su firma de crack. Recibió en velocidad, encaró, desbordó con pura gasolina y, en lugar de la gloria personal, eligió la historia. Su pase atrás fue el regalo perfecto para que Antoine Griezmann, su socio en el crimen, alcanzara los 200 goles con la camiseta rojiblanca. Un número mítico para el francés, forjado con la generosidad de un argentino que ve el juego un segundo más rápido que todos.
El recital no terminó ahí. En el segundo tiempo, otro córner suyo, colocado al primer palo con precisión de relojero, encontró la cabeza de Giuliano Simeone para el cuarto gol. Y llegó el broche de oro, el momento de chapa. Un penal a los 82 minutos. Cualquiera patea fuerte al ángulo. Julián Álvarez eligió la fantasía: una vaselina plácida, tranquila, casi un suspiro, que dejó sin respiro al arquero y al mundo. Fue el sello de una noche de gala.
Cuando Simeone los sacó a él y a Griezmann a un minuto del final, no fue una sustitución táctica. Fue la orden para que el Metropolitano se pusiera de pie. La ovación no fue para un jugador que tuvo una buena noche; fue para un hombre que, en los últimos tres partidos, ha firmado seis goles y dos asistencias. Esa es la contundencia de un endemoniado.
Las palabras de Fernando Torres, ídolo del club, ya no suenan a exageración. Resuenan a verdad. En Madrid, y quizás en el mundo, ya no hay duda: Julián Álvarez no llegó para aprender. Llegó para reinar