
La pelota rueda en la Primera C, la cuarta categoría del fútbol argentino. El ruido de los motores y el olor a pintura y aceite son el paisaje cotidiano. En ese mundo, ajeno a los flashes y los contratos millonarios, Fernando Benvenutti, arquero de Victoriano Arenas, rememora una vida que pudo ser distinta. Una vida que, en otro momento, lo tuvo atajándole remates a Lionel Messi, Carlos Tévez y Kun Agüero.
Nacido en Claypole, Benvenutti llegó al arco por recomendación médica a los seis años, para combatir un problema de peso. Lo que empezó como una terapia se transformó en una pasión que lo llevó a las divisiones infantiles de Racing y, más tarde, a la gloria: en 2013, vistió la albiceleste y se consagró campeón del Sudamericano Sub 17. Esa medalla, que aún conserva con orgullo junto a la camiseta con su apellido, fue la cima de una promesa.
“Es feo cuando vos estás en un club o te tenés que ir a probar, y lo primero que te dicen es: ‘Pero vos estuviste en la Selección, ¿y ahora qué hacés acá? ¿Por qué bajaste tanto?’”, confiesa con una mezcla de resignación y fastidio. Esa pregunta, repetida como un estribillo, resume el prejuicio que, asegura, cargan como una losa los jugadores que no logran mantenerse en la cima. “El jugador no lo va a saber nunca. Si se mandó alguna cagada, sí lo va a saber. Así como te frotan la espalda cuando de una C te vas a una B Nacional, cuando es al revés te dan vuelta la cara”.
El punto de inflexión, el momento en que el camino se torció, tiene nombre y apellido: Arsenal de Sarandí. A fines de 2013, Benvenutti fue convocado como sparring para el Mundial de 2014, el premio máximo por haber colaborado con la Selección Mayor durante las Eliminatorias. Pero una emergencia familiar lo alejó de los entrenamientos: su madre debió ser operada de urgencia de tres tumores en el hígado. “Pedí en el club un contrato, un viático, una pensión, porque yo en ese momento no tenía nada. No me lo quisieron dar y cuando dejé de entrenar se pensaron que me había ido a probar a otros clubes y no me avisaron de la citación”. El llamado del cuerpo técnico de la Selección llegó demasiado tarde. “Me dijeron que era una lástima. Ofrecí viajar por mi cuenta, pero al ser menor no podía. Ahí perdí la posibilidad. Pero bueno, yo prioricé la salud de mi mamá”.
Otro error crucial, reconoce, fue prescindir de un representante. “Sin saberlo, me equivoqué. Ni siquiera estando con mi papá entendía las cláusulas que te ponían a veces en los contratos. Me di cuenta que era tarde cuando tenía 20 años y el fútbol se empezó a complicar”. La carrera se convirtió en un peregrinaje por clubes: San Lorenzo, Temperley, Dock Sud, Central Ballester y hasta un paso por el regional con Ever Ready de Dolores, donde las tribunas le gritaban “fracasado”. “Y yo me río, porque yo sigo haciendo lo que me gusta. Jugué donde quise y voy a seguir jugando donde quiero”.
Hoy, su vida es una doble jornada. Por las mañanas, trabaja en el taller de autos que comparte con su padre, dedicándose al ploteo y a los sistemas de audio. “Me decían ‘el loquito de los autos’ porque siempre me gustaron los autos armados para exposición”. Por las tardes, entrena. “El jugador del ascenso no vive del fútbol, vive del trabajo. Es muy raro que se pueda estar tranquilo en ese sentido. Es complicado llegar a fin de mes. Y que te pase por la cabeza un montón de veces el querer dejar… Eso siempre está”.
Lo que lo mantiene en pie es el amor por el juego y el apoyo de su familia. “Sigo por mi familia, porque veo el sacrificio que ellos hacen. Y siempre me dijeron lo mismo: ‘El día que deje de jugar, que lo deje por mí, no por ellos’”. No piensa en el retiro. Jugó con la mano fracturada, se cortó el yeso antes de tiempo y entrena lesionado. “Hay que pelearla y entrenar siempre al cien. En algún momento las cosas vuelven a donde tienen que estar”.
Su sueño, hoy, no es irrecordable: “No te digo una Primera División, pero llegar a una B Nacional sería un lindo sueño, volver a disfrutar todo eso, volver a disfrutar de más viajes, otro tipo de fútbol”. Mientras tanto, ataja en la C, plotea autos y guarda, como un tesoro, el recuerdo de aquellos entrenamientos en los que, por unos instantes, le arrebató la pelota a los dioses