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Ann Elizabeth Isham era una mujer
estadounidense de clase alta, elegante y reservada, que abordó el RMS Titanic
el 10 de abril de 1912 en el puerto de Cherburgo, Francia. Tenía 50 años y
viajaba sola en primera clase, camino a reunirse con su hermano en Estados
Unidos. Pero no iba del todo sola: la acompañaba su amado perro, un gran danés.
En aquella época, los pasajeros de
primera clase podían llevar mascotas, y varios perros fueron alojados en las
perreras del barco. A menudo, sus dueños los visitaban para pasearlos o simplemente
estar con ellos. Ann era una de esas personas. Se dice que todos los días iba a
ver a su perro, con el mismo cariño y dedicación que si fuera un miembro más de
su familia.
Cuando el Titanic chocó con el
iceberg la noche del 14 de abril de 1912, el caos se apoderó del barco. Se
organizaron los botes salvavidas, y las mujeres de primera clase fueron
llamadas a evacuarse. A Ann le ofrecieron un lugar, como era costumbre para las
mujeres de su categoría. Pero cuando le dijeron que no podía llevarse a su perro,
se negó a subir. Prefirió quedarse a bordo del barco con su fiel compañero.
Días después del hundimiento, en
medio de las tareas de recuperación, los rescatistas afirmaron haber visto el
cuerpo de una mujer flotando en el Atlántico, aferrada con fuerza al cadáver de
un perro de gran tamaño. Aunque nunca se pudo confirmar al 100%, se cree que
esa mujer era Ann Elizabeth Isham.
Murió como vivió: con dignidad, en silencio, y con un amor tan profundo por su animal que prefirió abrazarlo en la muerte antes que abandonarlo en vida.
Hoy, su historia permanece casi
oculta entre las miles de tragedias del Titanic, pero para los amantes de los
animales, Ann representa un tipo de lealtad que trasciende incluso el miedo más
grande: el de morir solo. Ella no lo estuvo.