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Una noche de los años 80, un hombre
subió a una cornisa cerca de la casa de Muhammad Ali con la intención de
saltar. La policía no lograba convencerlo de que bajara. Gritaban, esperaban,
pero el hombre seguía ahí, al borde del abismo.
Hasta que apareció Ali.
El campeón no esperó instrucciones.
Subió corriendo los pisos del edificio y se acercó, sin temor, al hombre
desesperado. Lo miró a los ojos, le habló con calma durante más de veinte
minutos. Le prometió algo simple, pero inmenso: “Estaré ahí para ti.”
Y lo estuvo.
Ali lo sujetó con delicadeza, lo
ayudó a bajar y no permitió que lo llevaran en ambulancia. Él mismo condujo
hasta el hospital, habló con médicos, se aseguró de que recibiera atención, de
que no quedara solo.
No salió en los titulares. No hubo
cinturones ni ovaciones. Pero esa noche, Muhammad Ali hizo lo que hacen los
verdaderos grandes: usar su fuerza para proteger, su fama para consolar, su
humanidad para salvar.
Porque como dice una antigua
enseñanza:
“Quien salva una sola vida, ha
salvado al mundo entero.”
Y Ali, esa noche, salvó el mundo.