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Desde pequeño, la vida me golpeó con fuerza. Perdí a mi hermano David en un accidente cuando apenas tenía 13 años. Él era el favorito de mi madre… y tras su muerte, ella nunca volvió a ser la misma. Yo hacía lo imposible por hacerla reír, incluso me vestía como él para intentar traerlo de vuelta con mi presencia. Pero nada funcionaba. Me di cuenta de que, para muchos, el dolor no se supera… se disfraza.
Con el tiempo encontré refugio en la escritura. Pero fue cuando conocí a los hijos de una amiga, Sylvia Llewelyn Davies, que mi mundo cambió. Esos niños se volvieron mi inspiración, mi familia no oficial, mi nueva razón para imaginar. Jugábamos, volábamos en cuentos inventados y creamos juntos el país de Nunca Jamás. Peter Pan nació de ellos. Pero cuando Sylvia murió de cáncer… otra vez, el dolor volvió a golpearme. Me hice cargo de sus hijos, como si fueran míos.
Muchos pensaban que era raro… que un adulto se rodeara de niños y escribiera sobre hadas y sirenas. Pero lo que pocos sabían, era que mi alma estaba rota… y esa historia fue la manera de mantenerme a flote. Me aferré a la fantasía porque la realidad me dolía. Peter Pan no era solo un niño que no quería crecer, era el reflejo de los que se van demasiado pronto, de los que el mundo olvida, de los que solo viven si los seguimos recordando.
Lo más fuerte de todo, fue que cuando uno de los niños creció, George, murió en la guerra. Y otro, Michael, se ahogó en un lago. Así que cada vez que alguien abre un libro de Peter Pan… está volviendo a dar vida a los niños que ya no están. Y a mi corazón también.