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En 2011, la policía rusa descubrió algo tan perturbador que dejó en shock incluso a sus agentes más veteranos. En Nizhni Nóvgorod, a orillas del Volga, se desveló uno de los secretos más macabros y escalofriantes jamás conocidos. Lo llamaron la casa de muñecas… pero aquellas no eran muñecas.
El responsable era Anatoly Moskvin, un historiador brillante, políglota, experto en cementerios y ritos funerarios. Un académico respetado. Pero bajo esa apariencia, habitaba una mente obsesionada con la muerte… y con un deseo retorcido de dar vida a los muertos.
Cuando allanaron su apartamento, los investigadores encontraron 29 cuerpos momificados de niñas entre 3 y 15 años. Estaban cuidadosamente vestidas, maquilladas, con máscaras de cera pintadas sobre sus rostros. Habían sido sacadas de tumbas durante la noche, rellenadas con trapos y tratadas como si aún vivieran. Las sentaba a la mesa, les celebraba los cumpleaños, les hablaba. Las llamaba sus “niñas”.
Moskvin no lo negaba. Al contrario: afirmaba que las había salvado. Que sus espíritus no descansaban y que él era el único capaz de protegerlas del olvido. Durante años estudió textos ocultos y rituales antiguos con la esperanza de devolverles la vida. En su mente, no eran cadáveres: eran hijas adoptivas esperando despertar.
La escena era tan surreal que muchos vecinos, que lo conocían como un erudito excéntrico, jamás sospecharon nada. Creían que las figuras eran simples muñecas artesanales.
El caso conmocionó a Rusia. Moskvin fue declarado mentalmente incapacitado y recluido en una institución psiquiátrica, donde aún permanece.
Pero la huella de su locura no ha desaparecido. La casa de muñecas se convirtió en un símbolo aterrador de hasta dónde puede llegar una obsesión, cuando la muerte y la soledad se mezclan con el delirio.
Porque hay historias que no caben en los libros de historia. Solo en las pesadillas.