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En el mundo antiguo, perder no significaba retirarse del poder. Significaba morir. El líder caído era ejecutado, sus hijos pasados por la espada, su esposa y sus hijas vendidas como esclavas. Y a veces, las torturas eran tan sádicas que apenas caben en palabras. No era locura. Era costumbre.
La crueldad no era la excepción: era la norma. Gobernar era un acto de violencia sostenida. La bondad era vista como debilidad. Y la compasión, como una rareza peligrosa.
Ciudades enteras eran arrasadas por capricho. Hombres masacrados, mujeres ultrajadas, niños esclavizados. No había derechos, no había justicia, no había garantías. Solo fuerza y sometimiento. El poder decidía quién vivía, quién sufría y quién sería olvidado.
Por eso, aunque hoy el mundo tenga fallas, es necesario mirar atrás y entender el progreso. Las elecciones, los juicios, la crítica pública, los derechos humanos… todo eso no existía. Y si aún queda injusticia, no es porque estemos igual que antes. Es porque no podemos permitirnos retroceder.
No, no estamos en el mejor de los mundos. Pero sí, estamos infinitamente mejor que aquellos que vivieron con miedo a perderlo todo por el simple azar de un cambio de poder.
Fuente: Datos Históricos