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En el siglo XIX, antes de que existiera una anestesia efectiva, las operaciones eran una carrera contra el dolor y la muerte. Y en ese mundo brutal, Robert Liston se convirtió en leyenda.
Este médico británico era capaz de amputar una pierna y coser la piel en menos de tres minutos. Su rapidez era tan célebre que los pacientes hacían fila durante días solo para tener una oportunidad con él. Incluso se decía que sostenía un cuchillo ensangrentado entre los dientes mientras operaba, para ganar segundos preciosos.
Liston reunía a sus estudiantes para cronometrar sus intervenciones. Su lema parecía ser: cuanto más rápido, mejor. Y en muchos casos, funcionaba. Su tasa de supervivencia era mayor que la de sus colegas.
Pero esa velocidad tenía un precio.
En una ocasión, amputó por error los testículos del paciente junto con la pierna. En otra, la tragedia fue aún más absurda: durante una amputación, le cortó un dedo a su asistente y rasgó la chaqueta de un espectador. El paciente y el ayudante murieron por gangrena. El espectador murió del susto.
Fue la única operación registrada con una tasa de mortalidad del 300%.
Una historia tan escalofriante como fascinante. Porque en aquellos tiempos, salvar vidas era un acto desesperado… y a veces, una ruleta de cuchillos.