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El 16 de octubre de 1793, en plena Revolución Francesa, María Antonieta subió al cadalso de la guillotina. Ya no era la reina deslumbrante de Versalles, sino una mujer envejecida por el encierro y la soledad.
Ese día, entonces conocida como la “Viuda Capet”, llevaba un sencillo vestido blanco, una cofia blanca, un fichú blanco, medias negras y zapatos negros. Salió de su celda en la Conciergerie para ser trasladada en un carro abierto hasta la Place de la Révolution (actual Place de la Concorde), donde la esperaba su destino.
Mientras subía los escalones de la guillotina, tropezó y accidentalmente pisó el pie del verdugo. Sus últimas palabras fueron de cortesía:
«Perdón, no quise hacerlo.»
Un gesto mínimo que, sin embargo, revelaba toda la dignidad con la que enfrentó su final.
Ese mismo zapato que calzaba quedó registrado en la historia. En su interior se lee la anotación:
“Zapato usado por la reina María Antonieta el día de su muerte en el cadalso. Este zapato fue quitado por un individuo que estaba cerca de la reina que lo llevaba y comprado inmediatamente por Monsieur le Compte de Guernon Ranville.”
El conde, oficial de los “mosqueteros negros” —la guardia militar de la casa del Rey—, conservó la pieza, que finalmente acabó en el Musée des Beaux-Arts de Caen, cerca del château de su familia.
Segundos después de aquel tropiezo y de aquella disculpa, la cuchilla cayó. El pueblo aplaudió, sin sospechar que muchos terminarían bajo la misma espada.
Las palabras de María Antonieta quedaron como un aparte inolvidable: no temer a la muerte y pedir perdón, incluso en el umbral del fin.
Hoy, ese zapato silencioso en un museo nos recuerda que la historia, a veces, se guarda en los objetos más humildes.