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La escena tiene la tensión callada de lo sagrado. En el Hospital Beilinson, en Petaj Tikva, los pasos suenan amortiguados en los pasillos de una unidad que fue construida para esto y solo para esto. No hay olores a antiséptico que predominen, sino una atmósfera deliberadamente hogareña. Las habitaciones, privadas, no son cuartos de hospital, sino simulacros de hogar: objetos personales, luces tenues, control sobre quién entra y cuándo. Aquí, la primera medicina será el abrazo familiar, no el procedimiento médico.
Esta es una de las tres trincheras humanitarias desde donde Israel recibirá a los 20 secuestrados de Hamas que se cree están con vida. La operación es de una precisión milimétrica y una delicadeza extrema. Los helicópteros despegarán desde la base de Re’im y aterrizarán en el helipuerto que se ve desde el quinto piso, ese mirador desde donde el personal, con el corazón en un hilo, espera de pie.
“Lo más importante es devolverles el control y la privacidad, hasta en las pequeñas decisiones, como cuándo quieren que alguien entre a su habitación o cuándo desean comer. Tiene que sentirse como una casa, no un hospital”, explica Keren Schwartz, jefa del Departamento de Tratamiento Social. Su relato traza el plan maestro: la recuperación no comienza con un análisis de sangre, sino con la libertad de elegir la hora de la cena. Es la restitución de la autonomía, lo primero que les fue arrebatado.
El dispositivo es integral. Nutricionistas como Sigal Frishman esperan con protocolos para una reintroducción gradual de los alimentos, tras los largos meses de privación. Los equipos médicos y sociales se han preparado para sostener no solo a los liberados, sino también a sus familias, para quienes el reencuentro puede ser tan abrumador como sanador. El primer día estará dedicado casi exclusivamente al reencuentro, a la intimidad recobrada, a la reconstrucción del vínculo.
Mientras, en el país, la noticia de la llegada de tropas estadounidenses para sumarse a la fuerza internacional de supervisión del alto al fuego marca el contrapunto geopolítico de este drama humano. Afuera, la compleja maquinaria de la diplomacia y la seguridad. Adentro, en el quinto piso del Beilinson, la batalla íntima por recuperar una vida normal.
“Desde la ventana del quinto piso vemos el helipuerto... Todo el personal espera aquí de pie esa llegada y la gente viene espontáneamente a recibirlos, te lo cuento y se me pone la piel de gallina”, confiesa Michal Aldar, la portavoz. Su emoción es la de una nación entera. En cada habitación preparada, en cada detalle pensado, late la misma convicción: que el regreso no es solo a la libertad, sino a la posibilidad de volver a ser quienes eran. O, al menos, de empezar a aprenderlo de nuevo.