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						El corazón de Buenos Aires latió durante cuatro días al ritmo de un poderoso flic-flac emocional. Simone Biles, la fuerza de la naturaleza con forma de gimnasta, no vino solo a dar una charla o a mostrar sus habilidades. Vino a vivir, a devorar, a sentir. Y se fue, como ella misma escribió, con el corazón "lleno". Su partida dejó un eco de felicidad y la certeza de que Argentina, una vez más, había ejercido su hechizo indomable sobre otro gigante del deporte global.
Fue un viaje relámpago, un torbellino de emociones que comenzó con un bife de proporciones épicas. “Ayer me comí un bife más grande que mi cara”, confesó con una sonrisa pícara ante un auditorio rendido a sus pies, refiriéndose a su paso por una parrilla de moda, elegida, admitió, no solo por la carne sino también por la posibilidad de tomar su tequila preferido. Pero la comida fue solo el aperitivo de un menú intenso.
Su paladar, como el de cualquier visitante que se precie, se sometió a los ritos obligatorios: empanadas, dulce de leche, fernet y la infaltable copa de malbec. Su espíritu, en tanto, se entregó a la geografía urbana. Subió los 6,75 metros del mirador del Obelisco y quedó deslumbrada por el abrazo de la Avenida 9 de Julio. Respiró la pasión de La Boca, a metros de La Bombonera, donde un asado celeste y blanco selló su pacto con la cultura local. En su última noche, la música la esperaba en un tablao donde el tango y las danzas folclóricas le mostraron el alma ardiente del país.
Pero más allá del turismo y la gastronomía, estaba la razón principal: su legado. En el estadio Mary Terán de Weiss, en Parque Roca, miles de niñas y jóvenes gimnastas de todo el país contuvieron la respiración. La vieron, en carne y hueso, transformarse en instructora por un día. Sus ojos, boquiabiertos, seguían cada movimiento, cada gesto. Era el ídolo de carne y hueso, el Role Model del que tanto se habla en el mundo olímpico, materializado frente a ellas. Fue allí, entre aparatos y aplausos, donde la leyenda se volvió tangible.
En un momento de profunda honestidad, con el auditorio en silencio, habló de la vulnerabilidad, de la vida más allá del podio. Mostró el tatuaje que lleva en la piel, una frase de Maya Angelou que es su estandarte personal: ‘Y aún así me levanto’. Fue un mensaje potente sobre la salud mental, un legado que, según coinciden los organizadores, quizás sea lo más valioso que deje su visita.
La acompañó en cada paso un comité de bienvenida no oficial: el afecto desbordado. Desde la llegada a su hotel hasta cada rincón que pisó, la ovación fue constante. No hubo prisa que impidiera una sonrisa, un autógrafo, una mirada cómplice con sus fans. Demostró una madurez y una calidez que desarmaban.
Antes de irse, en un gesto final y perfecto, se subió a un auto rumbo a Cardales para una última cita con la tradición: un viñedo familiar, más vino y la tranquilidad del campo. Fue la despedida soñada para una visita que lo tuvo todo.
Simone Biles se llevó en su valija el sabor del dulce de leche, el recuerdo de un país que la abrazó como a una hija y la energía de miles de miradas que la elevaban. Argentina, por su parte, se quedó con la imagen imborrable de cómo una diosa del deporte mundial, por unos días, caminó, comió, rio y vibró entre nosotros como una más