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						La medianoche en La Boca no fue como las demás. En el bar Lo del Diego, el aire espeso de emoción y cerveza empezó a moverse con un ritmo familiar: cánticos, aplausos, la letanía de los fieles. No era un partido, pero la tensión era la misma. Afuera, la ciudad dormía. Adentro, más de un centenar de devotos inauguraban la “Navidad Maradoniana”, celebrando el 65º cumpleaños de un hombre que hace tiempo trascendió la carne para convertirse en símbolo.
Y en esta noche, el símbolo tuvo tres rostros de sangre propia. Por primera vez, Rita, Ana y Claudia Maradona, las hermanas del Diez, se sometieron al ritual de bautismo de la Iglesia Maradoniana. No eran figuras públicas en un homenaje; eran fieles más, listas para repetir el acto fundacional de esta fe secular: la recreación del gol con la mano a Inglaterra.
Ana fue la primera. Vistiendo la misma camiseta de Boca que Diego usó en su regreso, se paró frente a un feligrés que hizo las veces de Peter Shilton. El brazo se elevó, el puño conectó con el balón y la escena, mil veces vista en pantallas y revistas, cobró una vida nueva, íntima y a la vez colectiva. “Ese partido lo vimos en casa con mi esposo y apenas terminó nos fuimos a la casa de mamá. Esa era nuestra cábala”, contó después, derribando con un recuerdo doméstico la barrera entre lo divino y lo humano.
Le siguió Rita, “Kitty”, con la casaca de Newell’s de 1993. Antes del gol, habló de la tradición familiar, del viaje a la casa de la madre tras la hazaña en México 86. “Fue uno de los días más emocionantes de nuestra vida”, dijo, y en esa frase resumió la esencia de este culto: no se venera a un dios lejano, sino a un hermano cuyo día de gloria fue el día de gloria de toda una familia, de todo un país.
Claudia, “Cali”, fue la última. Con la pelota en la mano, recordó al hermano mayor, al protector. “Él me cuidaba, estaba siempre pendiente, viví una infancia muy feliz y él fue responsable. Toda la vida estuvo pendiente de nosotras”. Sus palabras, simples y contundentes, fueron un mantra contra cualquier sombra de polémica, un recordatorio de que, más allá del mito, hubo un hombre de lazos sólidos.
La noche no fue solo de familia. Fue de comunidad. En las pantallas desfilaron saludos de exjugadores y amigos, un coro de voces que amplificaba el eco de Diego en el mundo. Había seguidores de México, de distintas provincias, una geografía diversa unida por una misma fe. Los líderes de la Iglesia agradecieron, hablaron de continuidad, de las más de dos décadas de este movimiento.
Y entonces llegó la cuenta regresiva. Diez segundos que resonaron como un latido colectivo. Cero. La nueva Navidad Maradoniana había comenzado. No hubo nacimiento, pero sí un renacimiento. El bautismo de las hermanas no fue una anécdota; fue la consagración definitiva de que la herencia de Maradona ya no es solo un apellido. Es un acto de fe que se juega, como siempre, con la mano