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La erupción del Vesubio en el año 79 d.C. no solo sepultó ciudades como Pompeya y Herculano bajo toneladas de ceniza volcánica, sino que también congeló en el tiempo escenas cotidianas de la vida romana. Entre los hallazgos más impresionantes destaca una botella de vidrio con aceite de oliva solidificado y, a su lado, un pan carbonizado perfectamente conservado.
Este pan, completamente negro por la carbonización, aún conserva su forma original y los cortes realizados para dividirlo en porciones. Su conservación excepcional se debe al fenómeno del "horneado volcánico": las altas temperaturas lo cocinaron y carbonizaron de forma instantánea, sellándolo bajo una capa de ceniza sin llegar a consumirlo por completo. En algunos casos, los arqueólogos incluso han hallado sellos o marcas de panaderías en la corteza.
El pan romano tenía forma redonda, similar a una focaccia gruesa, y era común dividirlo en ocho porciones. Se elaboraba con harina, agua, sal, levadura y a veces se le agregaban semillas o especias. Este hallazgo revela no solo las costumbres alimenticias, sino también las estructuras sociales: en Pompeya, muchos ciudadanos recibían pan mediante cupones distribuidos por el gobierno.
Junto al pan se descubrió una botella de vidrio que contenía aproximadamente 0,7 litros de aceite de oliva, que había quedado sellado por el tapón original. Investigado por un equipo liderado por el profesor Raffaele Sacchi de la Universidad de Nápoles, el aceite fue identificado como puro y vegetal, sin contaminaciones. Gracias a métodos de datación por carbono-14 y análisis químicos, se confirmó que tenía más de 1.900 años de antigüedad.
Con el paso del tiempo y por efecto del calor extremo, los componentes del aceite se transformaron: los triglicéridos se rompieron y aparecieron ácidos grasos oxidados, cetonas, aldehídos e incluso estolidas, una clase de moléculas observadas aquí por primera vez en condiciones naturales.
Ambos objetos –el pan y el aceite– componen una escena congelada en el tiempo que nos conecta directamente con la vida cotidiana de una familia romana. No se trata de estatuas ni monumentos, sino de alimentos que pudieron haber estado sobre la mesa minutos antes de que la catástrofe los inmortalizara.
Su valor es incalculable, no solo por su rareza, sino por el puente emocional y humano que nos tienden desde el pasado. Gracias a estos restos, los científicos pueden estudiar la evolución química de los alimentos con el paso de los siglos, y nosotros, como sociedad, podemos imaginar mejor cómo vivían –y comían– nuestros antepasados.
Ambos objetos se encuentran actualmente en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles, dentro de la exposición sobre la vida doméstica romana y los alimentos preservados por la erupción del Vesubio.