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La noche cae con una crudeza absoluta sobre la esquina de Tucumán y Don Segundo Sombra. No es una metáfora: es la realidad tangible de la desatención. El avance de la oscuridad no lo detiene ni un solo farol público. La única tenue luz que lucha contra la negrura total es la que han colgado, con sus propias manos y su propio dinero, los vecinos desesperados.
El reclamo es antiguo, un mantra de frustración que se repite en cada asamblea barrial y que nadie en el poder parece escuchar. El área de penumbra forzada se extiende por quinientos metros críticos, desde Ricardo Rojas hasta República Libanesa. Un corredor de inseguridad e impunidad que los habitantes transitan con el corazón en la garganta.
Pero la falta de luz, el miedo a los asaltos y la violencia, es solo la cara más visible de un problema más profundo. A la zozobra de caminar a ciegas se le suma una amenaza silenciosa y reptante. Terrenos baldíos, abandonados por sus dueños y por el Estado, se han convertido en focos de infección y peligro. La maleza alta es el hábitat perfecto para una invasión de arañas, roedores y víboras, que ya han sido vistas merodeando peligrosamente cerca de las viviendas.
“Todo es desidia”, resumen con una mezcla de cansancio y rabia. Llevan años pidiendo medidas encarecidamente, golpeando puertas que nunca se abren. Mientras tanto, ellos siguen ahí, iluminando su propia esquina, defendiéndose de la oscuridad y de la fauna que avanza, esperando que alguien, finalmente, decida verlos