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En el Birmingham de finales del siglo XIX, las calles no eran gobernadas por la policía, sino por bandas callejeras. Entre ellas, una alcanzó la fama: los Peaky Blinders.
No eran caballeros elegantes ni gánsteres sofisticados como los muestra la televisión, sino jóvenes de clase baja, muchos apenas adolescentes, que encontraron en la violencia, el robo y las apuestas ilegales una forma de sobrevivir en un mundo que les había cerrado todas las puertas.
Su nombre tiene dos posibles orígenes: unos dicen que cosían hojas de afeitar en las viseras de sus gorras planas para usarlas como armas, un mito romántico pero caro para la época; otros sostienen que simplemente “cegaban” a sus víctimas cubriéndoles la cara con el sombrero antes de robarlas.
La policía de Birmingham conocía sus nombres y rostros: Harry Fowles, Ernest Bayles, Stephen McNickle, James Gilbert… jóvenes desnutridos, con la dureza de quienes habían crecido en la calle y pocas esperanzas de llegar a viejos.
Con el tiempo, la pobreza, el alcohol y la represión policial fueron diluyendo a la banda. Sin embargo, la ficción les devolvió la vida. La serie Peaky Blinders transformó a aquellos pandilleros de las West Midlands en gánsteres de traje impecable y ambiciones políticas.
La realidad fue mucho más cruda: los verdaderos Peaky Blinders nunca gobernaron Inglaterra. Pero el mito, alimentado por la cultura popular, los convirtió en leyenda.