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Eran dioses con pies de barro. Tenían todo: talento, fama, contratos millonarios y la admiración del mundo. Pero en la intimidad de la selección inglesa, bajo la cruz de San Jorge, no eran un equipo. Eran un manojo de egos, una torre de Babel vestida de blanco donde los resentimientos de club pesaban más que el honor de la nación. Steven Gerrard, el símbolo de aquella época de promesas incumplidas, lo dice sin anestesia: “Creo que fuimos todos unos egocéntricos que no ganamos nada”.
La charla con su ex rival Rio Ferdinand se transformó en un acto de catarsis pública. Gerrard, el héroe de Anfield, el mediocampista completo, se quita la armadura y muestra la herida que nunca cerró: el fracaso de una generación privilegiada que nunca encontró su alma. “Nunca llegamos a ser un verdadero equipo”, admite, y en esa frase condensa años de decepción para una afición que soñaba con repetir el lejano ’66.
El diagnóstico es brutal y claro. La gangrena que carcomió a la selección inglesa tenía un nombre: rivalidad. No la sana competencia, sino una “amargura, un poco de odio” que se colaba en los pasillos de los concentrados. Liverpool, Manchester United, Chelsea… Los colores de los clubes manchaban la camiseta nacional. Eran estrellas acostumbradas a ser el centro de su universo, incapaces de fundirse en un todo. “Todos en nuestras habitaciones, sin ser realmente amigos ni un equipo”, recuerda. Un contraste letal con la “familia” que vivía en el Liverpool, donde el sentido de pertenencia era la savia.
Con la madurez llega la lucidez, y Gerrard no se excluye del juicio. “Eso también es culpa mía”, se acusa, reconociendo sus propias fallas. El tiempo, ese juez implacable, ha permitido que hoy, lejos de los campos, la relación con aquellos compañeros de batalla –Lampard, Scholes, Carragher– sea más genuina y cercana. Una ironía cruel: la conexión que no supieron construir cuando más la necesitaban, floreció en el retiro.
Su reflexión final es un legado y una advertencia. Aquella falta de unión, la ausencia de un liderazgo que amalgamara los egos, fue el cáncer que devoró su era. Y mira a la Inglaterra de hoy, a jugadores como Kane y Bellingham, con una mezcla de esperanza y envidia sana. Ellos, libres de esos lastres, han entendido lo que la “Generación Dorada” nunca pudo: que el talento individual es un arma inútil si no se funde en el crisol de un equipo. Gerrard, por fin, ha dicho en voz alta lo que todos callaban