Oriana Fallaci estaba convencida de que aquella frase histórica pronunciada por Neil Armstrong al pisar la Luna —ese “pequeño paso para el hombre, gran salto para la humanidad”— no había nacido en la emoción del momento, sino en un guion escrito por la NASA.
Para ella, la épica siempre llevaba tinta oficial detrás.
Unas semanas después del alunizaje, el destino la llevó a la casa de Charles “Pete” Conrad, comandante del Apolo 12.
Conrad era cercano, afable, y tenía ese humor particular de quienes saben reírse de sí mismos.
Ella aprovechó la conversación para volver sobre el tema: la frase de Armstrong no podía haber sido espontánea.
Imposible.
Conrad intentó convencerla de lo contrario.
Le explicó que los astronautas no recibían libretos, que nadie les dictaba qué decir una vez pisaran la superficie lunar.
Pero Oriana no cedió.
Le aseguró que, llegado el momento, no le permitirían improvisar ni una palabra.
Y fue entonces cuando ambos hicieron una apuesta.
Quinientos dólares.
Pete prometió que, cuando llegara a la Luna, diría lo primero que le viniera a la mente.
Sin poesía.
Sin guion.
Sin la sombra de la NASA sobre sus labios.
El 19 de noviembre de 1969, Conrad descendió del módulo y puso sus botas sobre el polvo gris del Mar de la Tranquilidad.
Miró el paisaje imposible que lo rodeaba… y soltó una frase tan suya, tan humana, tan libre, que no dejaba lugar a dudas:
“¡Guau! Puede que haya sido un comentario breve para Neil, pero para mí es muy largo.”
Era su forma de reírse del mundo, del momento y de sí mismo, un guiño a su estatura —1,67 metros frente a los 1,80 de Armstrong— y una prueba clara de que no existía ningún guion escrito para la Luna.
Años después, Conrad confesó que nunca cobró la apuesta.
No hizo falta.
Su frase seguía allí, flotando entre las huellas del Apolo 12, como un recordatorio de que incluso en los lugares más lejanos, la autenticidad puede ser el gesto más poderoso.
Porque en la historia, como en la vida, lo verdadero nunca necesita permiso para brillar.