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“Nos gustaría ver al rector”, dijo el hombre con amabilidad.
El secretario, molesto por la interrupción, los ignoró durante horas. Finalmente, cansado de esperar que se marcharan, accedió a avisar al rector con cierto desdén. “Quizás si los recibe unos minutos, se irán.”
El rector aceptó de mala gana. Al verlos, confirmó su prejuicio: campesinos sin lugar en un campus como Harvard.
La mujer habló con calma.
“Tuvimos un hijo que estudió aquí por un año. Amaba Harvard. Pero murió en un accidente. Queremos donar algo en su memoria, quizás un edificio.”
El rector reprimió una sonrisa incrédula. “¿Un edificio? Señora, ¿sabe cuánto cuesta un edificio? Hemos invertido más de 7,5 millones de dólares en nuestras instalaciones.”
La mujer guardó silencio unos segundos. Luego, miró dulcemente a su esposo y dijo:
“¿Es tan fácil fundar una universidad? ¿Por qué no fundamos la nuestra?”
Y eso hicieron.
Se llamaban Leland y Jane Stanford. En memoria de su hijo fallecido, fundaron en 1891 una nueva universidad en Palo Alto, California: la Universidad Stanford, inicialmente conocida como “Universidad Junior Leland Stanford”.
Lo que Harvard despreció por su apariencia, el tiempo transformó en legado. Hoy, Stanford es una de las universidades más prestigiosas del mundo.
Un recordatorio eterno de que la grandeza no siempre se viste de etiqueta
Fuente: Datos Históricos