La escena parece un contraste perfecto. Carlos Sainz acaba de raspar un punto en Singapur con su Williams, un auto que lucha en la mitad de la grilla. Pero horas después, en la intimidad de una entrevista con El Partidazo de la Cadena Cope, el madrileño navega con naturalidad entre dos mundos antagónicos: la austeridad de su equipo actual y el lujo ultraexclusivo de su garage en Mónaco.
Allí, entre las curvas de la principality, no solo reside; exhibe, sin querer queriendo, una colección de Ferraris que es la envidia de cualquier tifosi. Pero he aquí la primera revelación: Sainz no es un coleccionista movido por la pasión desbordada. Es un hombre de negocios con el volante como segunda piel.
“Sinceramente, no soy un gran fan de los coches de calle”, suelta con una frialdad que desarma. El primer Ferrari de su vida lo compró hace apenas tres años. No fue un capricho, sino una decisión financiera. “Me dijeron que era muy buen negocio, muy buena inversión, sobre todo las ediciones limitadas de Ferrari, que suben mucho de valor”. Su lógica es simple y contundente: “En vez de tener el dinero invertido en un banco, prefiero tenerlo invertido en cosas que creo que le voy a añadir valor”. Control. Esa es la palabra clave. En un banco, el dinero se mueve en la opacidad. En un Ferrari Daytona SP3 o en un 812 Competizione, la plusvalía es tangible, un motor que ruge en forma de dividendos.
Su flota actual incluye cuatro joyas: el 812 Competizione (un regalo de despedida de la Scudería), el Daytona SP3, el SF90 y el Purosangue, el único que usa como “coche del día a día” por su práctico maletero. A ellos se sumará un quinto modelo dentro de un año y medio. Sin embargo, confiesa que en Madrid prefiere su humilde Golf. “No me gusta llamar la atención”, argumenta. Tanta discreción choca con un detalle que delata su vanidad de piloto: las patentes personalizadas con el número 55, su histórico en la F1. “Creo que por culpa de eso ahora se me pican más”, admite entre risas.
La crítica: El espectáculo se come a la carrera
Si en su vida personal ejerce un control férreo, en su ámbito profesional choca contra una tendencia que le exaspera: la transformación del producto televisivo de la Fórmula 1. Sainz lanza un dardo directo al corazón de las transmisiones. Con la autoridad de quien está dentro del coche, señala que la prioridad ya no está en la pista.
“El fin de semana pasado no sacaron ninguno de los cuatro o cinco adelantamientos que hice al final. Tampoco sacaron la persecución de Fernando a Lewis. Se perdieron muchas cosas”, se queja. Para él, la obsesión por mostrar a las parejas de los pilotos o a los famosos invitados ha desbalanceado la ecuación. “Entiendo que si hay un adelantamiento, un momento muy tenso, sacar un plano de la reacción puede ser comprensible. Pero es que mientras se respete la competición…”.
Reconoce que el paddock actual, lleno de ambiente, es preferible al yermo de hace una década, pero pide un recordatorio para el aficionado: la gente que ve caminando (o en monopatín) está trabajando. No son figurantes.
Carlos Sainz, el inversor de acero, y Carlos Sainz, el competidor que exige que el foco vuelva a donde nunca debió salir. Dos caras de un mismo hombre que, desde la discreta sombra de Williams, no pierde ni el control de su cartera ni la voz para señalar lo que nadie se atreve