La imagen es un óleo perfecto de la felicidad completa. En el césped hirviente de Lusail, minutos después de que el mundo estallara en blanco y celeste, Lionel Messi descansaba en un banco, exhausto y radiante. Antonela Roccuzzo a su lado, un faro de calma. Thiago, Mateo y Ciro, revoloteando como gorriones alrededor del trofeo que su padre acababa de tocar por fin. El estruendo era universal, pero ese rincón de la tarima respiraba una paz doméstica, una sobremesa familiar improbablísima en medio del huracán.
Entonces, entró en cuadro él. Con paso sigiloso, con una sonrisa que partía de un rostro curtido por décadas en el sótano del fútbol. Omar Souto, “Papúa”, se arrimó al fogón. No era una autoridad, era parte de la familia. El histórico gerente de selecciones, habitante del predio de Ezeiza desde 1996, confidente, gestor, conserje de sueños y segundo padre para generaciones de cracks. Se acercó, se fundió en un abrazo con Leo y le dijo al oído, con la voz cargada de una misión cumplida: “Ahora, ya está, jubilate”. Messi sonrió. Era el permiso final, la bendición del que lo había visto llegar, crudo y tímido, a la misma casa que él cuidaba.
Tres años después de aquella escena que condensaba todo, el círculo celeste y blanco está de duelo. Hace menos de un mes, Omar Souto falleció a los 73 años, tras una batalla silenciosa contra una enfermedad que nunca logró apartarlo de su obsesión: Ezeiza. Su partida no es la de un directivo más; es la de un pilar afectivo, el techo bajo el que se construyó la fraternidad de La Scaloneta. La familia albiceleste perdió a su anfitrión perpetuo.
Su legado es tan tangible como intangible. Tangible, porque su apellido se multiplicó en el hito: su hijo, Juan Cruz Souto, fue el utilero del plantel campeón en Qatar, y hoy sigue los pasos de Messi en el Inter Miami. Intangible, porque su figura es el cordón umbilical que une la épica con lo cotidiano. Fue él quien, con una artesanía de otro tiempo, encontró al pibe en Rosario. “Me fui a un locutorio de Monte Grande, pedí una guía de Rosario y arranqué la página de los Messi”, solía contar, riéndose del error inicial: “Siempre había escuchado que Leo es apodo de los Leonardo”. Llamó a la abuela, luego al tío, después a Jorge. Y cuando el flaquito llegó a Ezeiza, acompañado por su padre, fue Souto quien lo recibió en el portón. “Tenía unas ganas de jugar para Argentina…”, recordaba, para luego rematar con orgullo: “Los españoles nos decían: ‘Lo tentamos de todas las formas, y nunca quiso’”.
En Ezeiza, Souto era el guardián y el cómplice. Defendía a sus “pollos” con uñas y dientes. Desarmaba mitos: “Todos decían ‘no canta el himno’. Y en realidad en los torneos ponían la parte que no era la cantada. Ahora se cambió y, ¿vieron? Leo lo canta”. Era el blanco perfecto de las bromas –como cuando Agüero y Di María lo filmaron dormido en el micro y lo hicieron saltar del susto–, porque esa era la moneda del cariño en ese universo.
Su influencia moldeó carreras. A un Emiliano Martínez que pedía entradas para el Monumental, le espetó: “Yo te las doy, pero prometeme que la próxima vez te voy a ver como arquero de la Selección”. El día del primer llamado, el Dibu fue directo a abrazarlo primero. Con Ángel Di María tenía un pacto de caballeros: “Si ganamos el Mundial, nos retiramos juntos”. El Fideo colgó los botines, Papúa siguió, porque su cuerpo podía flaquear pero no su pasión. Se dializaba por la mañana y marchaba a su oficina. Que casi nunca usaba, porque su lugar era el predio, yendo y viniendo, oliendo el pasto, como diría Maradona.
Hasta en Qatar dejó su marca. Mientras Messi ascendía al Olimpo, en el búnker de la Qatar University, Papúa le arrebataba otro cetro: en una final de truco épica, su equipo (junto a Claudio Tapia y un administrativo) derrotó al del capitán. El rosarino ganó la Copa del Mundo, pero perdió los 3600 dólares y la corona de rey del mazo, un título que llevaba con la misma seriedad que las medallas.
La despedida en Ezeiza fue a su medida: sencilla, sentida, con la familia dentro de la cancha. Los empleados y las selecciones femeninas soltaron globos celestes y blancos que llevaron al cielo una camiseta con el 10 y la leyenda “Gracias, Omar”. Messi escribió: “Siempre estuviste presente… Un ser humano enorme, imposible de olvidar”.
Omar Souto no estará en los festejos por el tercer título mundial, no escuchará el tintineo de las copas que él ayudó a pulir desde las sombras. Pero su ausencia es, en sí misma, la prueba de su presencia fundacional. Él fue el que abrió la puerta. El que recibió al chico. El que le dio el abrazo final cuando todo estaba cumplido. En el álbum inmortal de la hazaña, hay una foto donde no sale. Es la que él mismo ayudó a tomar, con el alma