Adiós al Profe: falleció Miguel Ángel Russo, el hombre que creía que el fútbol se cura con amor

Miercoles, 08 de Octubre del 2025 - 19:40 hs.
Las imágenes, aquellas de comienzos de 2018, eran un puñal de emociones encontradas. Mostraban la vulnerabilidad del gladiador y la fortaleza del hombre. Miguel Ángel Russo, con la sonrisa cansada pero entera, agradecía la marea de solidaridad que le llegaba de todo el mundo en su lucha contra un “maldito cáncer de próstata”. “El grupo oncológico de la clínica me dio amor”, dijo entonces, en una de sus frases más memorables y reveladoras. “Y esto se cura con amor”. Aquella batalla, la primera de varias, la ganó. Pero la guerra, contra un enemigo tan maldito como insistente, tuvo su final este miércoles por la tarde. Se apagó en su casa, rodeado del amor de su familia, el mismo que siempre pregonó como antídoto contra todo mal.
Con su partida, el fútbol argentino no solo pierde a uno de sus técnicos más relevantes de las últimas tres décadas. Pierde a un sabio, a un pensador del juego, a un hombre que bebió de las dos grandes corrientes que dividieron aguas en este país –el menottismo y el bilardismo– para forjar su propia identidad. Una identidad basada en el respeto, en el juego, en abrazar al que está en el piso.
El jugador: la mística pincharrata y la herida del '86
Nacido en Lanús un 9 de abril de 1956, Russo fue, ante todo, un hijo de Estudiantes de La Plata. Vistió la camisa pincharrata desde 1975 hasta 1989, encarnando como nadie esa mística heredada de la épica de Zubeldía. Volante central de contención, eficiente y sacrificado, vivió todos los altibajos del club.
Su consagración llegó de la mano de Carlos Bilardo a principios de los 80. Esa dupla, que parecía la unión perfecta de la escuela de Zubeldía, fue en realidad el caldo de cultivo de un equipo audaz. En un mediocampo de lujo, Russo era el encargado de dar equilibrio para liberar a tres genios creativos: Alejandro Sabella, José Daniel Ponce y Marcelo Trobbiani. Juntos conquistaron el Metropolitano 1982 y el Nacional 1983.
Su solidez le abrió las puertas de la Selección. Fue casi infaltable en el ciclo inicial de Bilardo al mando del equipo nacional, rumbo al Mundial de México 1986. Jugó 17 partidos, marcó un gol a Venezuela en las Eliminatorias. Pero el sueño mundialista se truncó en la última instancia. “Me llamó Bilardo y me dijo: ‘me vas a entender cuando seas entrenador’”, recordaría Russo, sin un ápice de rencor. “Nunca lo juzgué, creo que fue una decisión correcta”. Una lesión persistente en la rodilla lo obligó a colgar los botines a los 31 años, pero ya tenía un plan.
El DT: el viaje de aprendizaje y la gloria máxima
Russo no se lanzó de inmediato. Se fue a Europa como un becario del fútbol. Aprendió de Arrigo Sacchi en el Milan, fue testigo de la grandeza de Diego en el Napoli y Valdano le abrió las puertas del Real Madrid. “Fui almacenando cosas, pensando que en algún momento todo me iba a servir”, confesó.
Ese momento llegó en 1989, en Lanús. Allí inició una carrera que lo convertiría en un técnico nómade y exitoso. Con el Granate logró dos ascensos y dirigió 200 partidos, forjando un vínculo que duraría toda la vida. Su mapa de ruta fue el fútbol argentino: Vélez (donde obtuvo su primer título en Primera, el Clausura 2005), Estudiantes, Colón, Los Andes, San Lorenzo, Racing, Rosario Central y, por supuesto, Boca. También hubo experiencias en el exterior, destacándose su paso por Millonarios de Colombia, donde en 2017 ganó un título y forjó un lazo que le valió el apoyo de todo un país durante su enfermedad.
Pero su cima máxima llegó en 2007. De la mano de un Juan Román Riquelme inspirado, Russo condujo a Boca a la conquista de la Copa Libertadores. Fue un equipo pragmático y letal que barrió con Gremio en la final. Solo el Milan de Kaká pudo frenar el sueño de la Intercontinental.
El regreso y la última danza
Miguel ganó aquella primera batalla contra el cáncer y volvió más fuerte. A principios de 2020, en su regreso a Boca –convocado por el mismo Riquelme que ahora era vicepresidente–, obró el milagro. Produjo el “rush” final que le arrebató el título de la Superliga a River en un duelo memorable y, al toque, se quedó con la Copa Maradona.
Parecía que su última gran aventura sería en 2023, cuando llevó a su querido Rosario Central a ganar la Copa de la Liga Profesional. Otro título, otra vez con achaques de salud. Pero no. El fútbol era su droga. Este 2025, ya con el paso cansado, no pudo decirle que no a Boca para un tercer ciclo, luego de una buena campaña con un austero San Lorenzo. Su cuerpo pedía paz, pero su corazón le exigía una cancha.
Su último baile fue complejo, marcado por las internas de un club gigante y una racha de 11 partidos sin ganar que lo llevó a un récord indeseado. Pero él, con la paciencia del que lo ha visto todo, logró encarrilar el barco. "Son momentos, son decisiones", decía con la sabiduría de quien sabía que lo importante era no olvidar que esto, al fin y al cabo, es un juego.
El legado: más allá de los títulos
En una entrevista con Clarín, Russo reflexionó sobre el oficio: “Los egos empezaron a hacerle daño al fútbol cuando apareció con más fuerza la TV y aumentó el dinero en juego. El tema es ver cómo no perdés la esencia, cómo no dejás de ver que esto es un juego. Nacemos y morimos con la pelota. Si nos olvidamos de jugar, perdemos todo”.
Esa fue su brújula. “El poder no es castigar, es saber ganarse el respeto. Yo abrazo al que está en el piso”, sostenía. Un hombre de otra época, un romántico en un mundo cada vez más cínico.
Hoy el fútbol argentino está de luto. Se fue el Profe Russo. El que creía que el cáncer y la derrota se vencen con la misma medicina: el amor. El mismo amor que lo rodeó al final, en su casa, lejos del ruido, pero con el eco de una vida entera dedicada a la pelota. Una vida que, hasta el último minuto, puso al fútbol por delante de todo.